Cuando era un chaval era, por lo general, un niño «bueno». No me gustaba meterme con otros, ni me gustaba que se metieran conmigo. No me gustaba tomar el pelo a nadie ni engañar a nadie en mi beneficio.
Mi amigo quería ayudarme a «despertar». A darme cuenta que el mundo no era así como yo lo veía. Y que confiar tanto es de tontos.
La verdad es que me hizo un gran impacto esa definición sobre mí. Me sentí profundamente tonto, la verdad. Mi traducción de tonto era ingenuo, bobo, «alguien de quien el mundo se va a aprovechar como no madure». No sé porque nunca lo cuestioné, pensé inmediatamente que mi amigo tenía razón, y yo debía madurar.
Lo más difícil para mí era que por mucho esfuerzo que hiciera no me salía ser de otra manera que ser de ese modo que para otros era ser «bueno», o «tonto». Estaba condenado a ser alguien débil, esa fue mi conclusión y me las tendría que apañar para que se notara poco y que no me engañaran demasiado. Tampoco quería ir de bueno, porque yo no iba de nada. Sólo intentaba ser yo mismo. Aunque sí anhelaba de verdad un mundo en el que las personas pudieran ser vulnerables, y se respetara esa vulnerabilidad, y en el que las relaciones fueran afectivamente confiables y seguras. Tener la seguridad de que nadie te va a dañar. No tener que estar siempre pensando rápido, siendo «fuerte», siendo «normal».
Fueron muchos años que viví con esta losa de inseguridad y confusión sobre mí. La losa de ser «tonto», de cuestionar mis anhelos y mi ilusión de que pueda existir un mundo más confiable. Una voz en mí me dijo muchas veces «deberias ser más espabilado, venderte más, no ser tan bueno, ser más malote, ir más a la tuya»… Esa voz era el eco de las palabras de mi amigo y de tantos otros que me dijeron lo mismo, con otras palabras. Claro, si todos los dicen es complicado dudar. Dudas de tí. Si fueras normal no estarías sintiéndote de ese modo, pensaba. Sentirme tonto me hacía tonto. Confieso que alguna vez, harto de mí mismo, hice un amago para cambiar y convertirme de una vez por todas en una versión súperempoderada y exitosa de mí mismo. El pensamiento positivo, cambiar las creencias iba a ser la puerta de entrada al mundo de los triunfadores, ese mundo superior en el que nadie te pisotea porque eres tú el que estás por encima, en el que nada de afecta porque te sientes tan tú que no te falta nada. Digamos que cogí impulso. Lamentablemente no me salió nada bien, el avión ni despegó. Me sentí ridículo, y es más, descubrí que yo no quería eso para mí. Para mí había algo falso o impostado en eso de «liberar el gigante en tí». No creo en la felicidad a base de empujones y exclamaciones de «yo, yo , yo…». Para mí la felicidad era algo más tranquilo y conectado a los otros, algo más orientado a hacer algo pequeño y nutritivo para el mundo. Cada vez más conozco a personas que comparten esta visión de la felicidad, que no pretendo que sea la verdadera. Es la que me encaja a mí, en la que yo creo y a mí me hace sonreír.
Hasta hace poco pensaba que el hecho de no ser capaz de ser ese hombre que va a por todo, sin vergüenzas, a la suya, confiando solamente en sí mismo, y que se muestra seguro y sin miedos ante el mundo era un problema para mi propia supervivencia y desarrollo de mi autoestima. Creo que llegué a leer un montón de libros sobre cómo sacar el líder que hay en tí, como romper las barreras de la vergüenza, como venderte bien. Y cualquier intento de construir ese Yo empoderado cayó en saco roto. Me veía como un bailarín cojo ensayando un triple salto. Siempre ha habido una fuerza interior que me ha frenado, que me decía «tu no quieres eso, al menos no de ese modo». Y no eran mis inseguridades, eran mis valores. Pero en esos tiempos yo no lo sabía. El entorno me decía cosas como «tu no te valoras». Amigos y familiares me repetían millones de veces que debía superar eso, que debía enfrentarme a «mis miedos». Una y otra vez solamente me sentía más y más avergonzado por no tener lo que tenía que tener. Estaba harto de «mis miedos». ¿Porqué no me valoraba?
Me ha costado muchos años descubrir que no había ninguna tara en mí. Ser lento es lo que me sienta bien. Ser tranquilo es lo que me permite mirar y ver más allá de los prejuicios. Ser este tipo de «bueno» no significa ser mejor ni ser superior a nadie, ni ser un angel, ni ser especial. Mi traducción de «bueno» es curioso, cuidadoso, respetuoso conmigo mismo y los demás, amoroso con el mundo que me rodea, conciliador…
Yo sé que soy una «buena persona». Ahora lo puedo decir sin avergonzarme, ni sin que eso implique ser arrogante, porque la arrogancia es otra cosa (una defensa). Soy «buena persona» porque es mi decisión. Siempre lo ha sido. Y siempre ha sido ese mi anhelo, el de vivir en un mundo donde la ingenuidad está por encima de ser espabilado, de ser competitivo, de ser acaparador, de ser el más listo, el número 1, el mejor, el más poderoso o el más rápido.
Mi amigo estaba muy equivocado sobre quién era yo. «De tan bueno, tonto», no, no era así. Y me da pena que mi amigo creyera eso, porque no me veía a mí, veía lo que él proyectaba en mí. Me veía desde sus miedos. Veía en mí un chico inocente e ingenuo en un mundo en el que tienes que ser emocionalmente insensible, según su punto de vista. Me da pena que un chaval joven ya no pudiera ver algo positivo en esa ingenuidad y esa inocencia. Porque cuando miras al mundo con prejuicios es porque también estás juzgándote a ti. Rechazas fuera lo que no quieres ver en ti. Y hacer eso tan pronto es triste, para mí.
Me preocupa a veces lo mucho que nos burlamos en general de la inocencia y de la ingenuidad. Desde miradas arrogantes, desde esos balcones que nos ofrece internet o la televisión, y esas creencias de que lo sabemos todo nos reímos de aquellos que se equivocan, nos mofamos de aquellos de quienes nos podemos reír, sin ser conscientes de que en dos segundos tu vida podría cambiar y tu pasar a ser uno de los frágiles objetos de las risas. Y ahí en las alturas nos relacionamos con otros seres arrogantes en los que confiamos y con los que nos codeamos, porque haciendo eso tal vez nos sentimos fuertes y mejores. He observado que Youtube está lleno de vídeos en los que gente se ríe de gente. Para mí no es humor inteligente, es pasividad y arrogancia. Es vivir lejos y desconectado de uno mismo y del mundo, y de lo que uno mismo es por naturaleza: vulnerable. Es vivir lejos de tu propia vulnerabilidad. Si te ríes te ríes de eso que rechazas en tí. Lo que por compensación te llevará a tener que ser lo contrario, llámalo perfecto, llámalo a no poder cometer fallos, a ser todo menos eso que no quieres ver reflejado en ti. Si lo ha habido, este ha sido mi fuente de confusiones durante muchos años: la ingenuidad.
Debo decir que yo aproveché esa ingenuidad para sacarle partido. Claro, aprendí a manejar la ingenuidad sin ingenuidad. Darle la vuelta a la tuerca. Ser ingenuo hace que puedan aprovecharse de ti. No siento que nadie se aprovechara de mí ni se riera de mí. Eran mis miedos.
Ser ingenuo tenía por contrapartida un lado positivo, la gente confiaba en mi. Nadie creía, y con razón, que yo fuera a hacerles daño. Me sentía bien visto. Y eso a veces aumentaba mi confusión. Lo que yo soy es bueno o es malo, ¿en qué quedamos?
Hoy sé que las cosas no son ni buenas ni malas, y las personas tampoco. Ahora entiendo que en el mundo todas las personas tratan de vivir del mejor modo que pueden y saben. Que los niños escuchan y aprenden de lo que tienen a su alrededor y se esfuerzan por ser aquello que está «normalizado» y que será más aceptable, aunque eso suponga separarse de las partes de sí mismos que son más naturales. Hoy sé que hay algunas personas que se muestran muy seguras, y que su seguridad sólo encubre las inseguridades de un yo muy pequeñito. Que no soy menos si no soy como ellas, que no soy tonto, que mi ingenuidad es en realidad curiosidad, la aceptación del principio de incertidumbre, de que no sé nada y que está bien porque nadie sabe nada tampoco. Cuando descubrí que mi ingenuidad era curiosidad por mí, por los otros y por la vida empecé a sentir que por fin podía habitar en mí y en la vida.
La ingenuidad, curiosidad, es una forma para mí bella de mirar al mundo, sin menos prejuicios. La curiosidad me permite volver a ver aquello que ya conozco sin ideas preconcebidas. Especialmente la curiosidad hacia las personas y hacia las cosas que yo siento. Me esfuerzo hoy por no juzgarlas y mantengo la atención en ellas con el deseo de conocerlas y comprenderlas. Sólo así podemos crear relaciones de verdad. Crear o descubrir algo nuevo, en general. Me parece complicado crear algo nuevo sin una mirada ingenua y curiosa hacia las cosas que nos rodean y hacia nosotros mismos. Porque para crear algo nuevo hay que tener curiosidad, y la curiosidad es ingenua. Sigue el principio de incertidumbre. Y la ingenuidad puede ser provocadora.
Creo que hay muchas personas bondadosas en el mundo. Insisto, para mí bondadosas no es un calificativo superior. Ser bondadoso es lo natural, como lo es ser creativo, o ser curioso, o la espontaneidad. Pienso que aquellos que no son bondadosos es porque el miedo se ha instalado de un modo un otro en su persona. El miedo nos impulsa a defendernos. Cuando no me siento seguro en mí desconfío de los demás, incluso de aquellos que son bondadosos. Además, la propia bondad se vuelve difícil de tolerar en los otros si la rechazo en mí por vergüenza.
«De tan bueno, tonto» es una frase que perdió su fuerza. Es hoy una cáscara hueca. Hubo un momento que tenía fuerza, una fuerza vacía de compasión y de amor hacia mí mismo. Una fuerza llena de miedo. De miedo por parte del que la expresó. De un miedo que se convirtió en «mis miedos», aquellos miedos que debía afrontar. Aquellos contra los que me he peleado tantos años. Peleándome contra miedos que no eran míos. Yo no tenía miedo. Yo confiaba. Y ahora he recuperado eso. Ese miedo a confiar no era mi miedo. Yo sí confío. Y si advierto que alguien me puede hacer daño me cuido, pero no me esfuerzo por adelantarme y ser más listo. No construyo mi vida alrededor de ese tema, ir por delante de nadie, ser el mejor, competir. No compito ya. Y no lo hago por nadie, lo hago por mí.